Arte de ultimar Ferro
por Juan Sasturain
La semana pasada se murió, muy viejito y glorioso, Eduardo Ferro. Uno de los mejores humoristas gráficos y creadores de historietas que ha dado este país. Y de los más queridos. Las crónicas recordaron que había nacido en 1917 en Avellaneda, que empezó a publicar a los 17 y que trabajó siempre, hasta que ya no pudo. Aunque hizo tiras en los diarios –la más famosa fue el Chapaleo (sólo él podía hacer una tira diaria con el personaje de un buzo), que estuvo años en la contratapa de La Razón–, su obra está ligada indisolublemente a las revistas, a los semanarios de Dante Quinterno: Patoruzú –desde los años treinta– y Patoruzito, a partir de la década siguiente. Y publicó siempre ahí –recordaron las crónicas– prácticamente hasta que desaparecieron. Calculemos: lo de Ferro son más de cincuenta años haciendo chistes, ilustraciones y, sobre todo, creando personajes inolvidables. Una barbaridad.
Ya en términos más personales, me parece que el apogeo creativo y el mejor momento –en cuanto a repercusión popular– de Ferro debe estar entre los años cincuenta y el primer tramo de los sesenta. Si tuviera que elegir por el dibujo, por ejemplo, pocas cosas suyas me gustaron más que los pesados gauchos (más los perros y esos caballos de vasos anchos) de la sección “Pampa bárbara” –un clásico del anuario de Patoruzú– o las ilustraciones camperas para los cuentos del bolacero Don Rosa, escritos por Mariano Juliá. También dibujaba muy lindos guapos de barbijo y escenas orilleras. Bah: dibujaba todo bien, Ferro.
De sus personajes de historieta –propios de la época: tipos marcados por una única característica siempre repetida en tres o cuatro cuadritos autoconclusivos–, todos ellos publicados en Patoruzú, el que más pegó, al principio, fue el gordito Bólido. De párpados a media asta y jopito y labio inferior algo caídos, el lento cadete adolescente fue marca registrada, se convirtió en apodo, apelativo popular. Hoy sería absolutamente incorrecto. De esa primera época son también Cara de Angel y El Fantasma Benito (que le “regaló” Quinterno), de largo recorrido pero menos originales. Con el tiempo, ya alrededor de los sesenta y en el mismo semanario, Ferro crearía, junto a la loquita Pandora, otro personaje perdurable ya desde la figura: Tara Service. Ese gordo de holgado mameluco, oso grandote de ojitos juntos y manos torpes como rodillas, icono de los técnicos que arreglan todo con alambre y que no dejaba televisor o electrodoméstico sin destrozar, tuvo y tiene la presencia de un clásico.
Sin embargo, la memoria colectiva y el juicio de la crítica –si cabe– asociará por siempre el nombre de Eduardo Ferro al de su máxima creación: Langostino. No cabe duda de que es lo mejor que hizo, acaso porque es lo más libre y loco, donde mejor se expresó. Se publicó desde el número inicial de Patoruzito, en la primavera de 1945, y llegó hasta el final del semanario como tal, hacia 1962. El hecho de que Langostino –a diferencia de sus otros personajes– se publicara en una revista de historietas de aventuras con estructura folletinesca de “continuará” y al ritmo de una página por entrega, fue acaso determinante de su originalidad.
Langostino, “navegante independiente”, según la definición que le impondría Ferro, nace paradójicamente condicionado. Sugerido por el jefe Quinterno para medrar en la estela de la fama del histórico Vito Dumas, navegante solitario y héroe nacional de la época, Langostino Mayonesi (tal su nombre completo) es en el principio un grotesco barquero del Riachuelo que sólo aspira a comprarse su propia lancha –la bella Corina– y salir a recorrer el mundo. Hay cierta rigidez en el dibujo inicial –esa mandíbula inferior prominente le serviría, como al pelícano, para pescar– que se afloja con el correr de las páginas y las aventuras, cuando finalmente Corina pone proa al mar abierto, metáfora de la libertad en todos los sentidos.
Así, Langostino, como sucedía con la otra obra maestra que publicaba Patoruzito en la página de al lado, Don Pascual (antes Mangucho & Meneca), del increíble Roberto Battaglia, se irá transformando, con el tiempo, en un ámbito propicio para la invención narrativa absoluta, un espacio libre para la creatividad y el saludable, poético, disparate.
Todo puede pasar en las aventuras de Langostino cada vez que, cantando y trepado a Corina –cada vez más chiquita, casi una palangana saltarina alrededor de sus pies y sobre las olas que apenas toca– alguien se cruza, un pájaro hablador se posa, un submarino emerge, una tormenta lo deposita en ínsula extraña, alguien lo pesca con red, una frontera con inesperado guardia anfibio lo detiene. Lo notable es que, cada semana, en el cuadrito final de abajo a la derecha, el autor participaba al lector (o “con el lector”, mejor) de la incertidumbre por lo que se venía: “¿Y ahora? ¿Quién será éste?” o, si no: “¡Pobre Lango! ¿Cómo zafará de ésta?”. Y hoy no nos cabe duda de que el propio Ferro, creador sin red, iba saludablemente descubriendo las aventuras con su propio personaje y frente a los deslumbrados, cómplices lectores.
Langostino no era un héroe, ni siquiera un antihéroe: sólo estaba ahí, a lo que venga. Bonachón, suspicaz e ingenuo a la vez, con arranques de ira, debilidades múltiples y una nobleza básica, a menudo caía –como en las invenciones de un Jonathan Swift sin acidez– en países extraños de idiomas o costumbres singulares, pretexto para finas ironías; se veía envuelto (por confusión, por torpeza, por tonta codicia) en los delirios de gobernantes megalómanos, reinas locas y casaderas o tribus delirantes que permitían la sátira liviana. Al principio y al final estaba, siempre, la bendita libertad; el ideal del vagabundeo sobre un mar cuyas olas, perfiladas limpiamente y con trazo a veces tembloroso, nadie dibujó mejor.
El hermoso dibujo que acompaña esta nota no es de Ferro. Es un homenaje que le hizo hace un tiempo el gordo Oscar Grillo, notable, incombustible dibujante argentino que vive famosamente en Londres desde hace mucho pero que no se olvida de dónde viene. No sabría, no podría, no querría hacerlo. Grillo (re)dibujó al Langostino de Ferro junto al Popeye de Segar –“El cuento de dos marinos”– como quien deja constancia y rinde tributo a la belleza, la inteligencia y el arte que nos tocó vislumbrar ya de pibes, diseminado, disimulado en las páginas hoy amarillentas de las revistas de historietas.
Eduardo Ferro es parte definitiva de ese memorioso patrimonio que agradecemos.
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